Toni (Madrid, España) Toni deambulaba ocioso por el concesionario de automóviles de lujo contemplándose a ratos en los amplios espejos de la pared. Momento que aprovechaba para ponerse bien el nudo de la corbata, contemplar su perfil «bueno», tratando de recordar qué día tenía hora con el dentista para terminar de hacer los empastes, estudiar si la americana le sentaba mejor abotonada o abierta y recordarle a su mujer que no volvería a ponerse aquella camisa rosa, pese a que ella se empeñase en que le sentaba bien. «Diga Olga lo que diga, las camisas rosas son para afeminados», pensaba de forma rutinaria y reiterativa sin darle mayor importancia. Él las prefería de color azul o blancas. Tal vez Olga le considerase, en efecto, algo afeminado y por eso le elegía aquellas camisas de color rosa. —¿Qué hora es? —preguntó a su secretaria, sin molestarse en consultar su propio reloj. —Faltan cinco minutos para las dos. —Cierra y vamos a almorzar. No tardéis, que no me gusta almorzar solo... —Descuida, llegamos en cinco minutos Toni traspasó la puerta automática del concesionario y sintió una bocanada de aire fresco, pero cargado de los olores nauseabundos del gas-oil quemado de los vehículos atascados frente a un semáforo. Un taxista hacía sonar la bocina e increpaba a una mujer que conducía un pequeño utilitario: «¡Oye, guapa, que esto no es la procesión de Semana Santa! A ver si nos despabilamos o no salimos de aquí en toda la mañana!». Toni contemplaba la escena pero no sentía ninguna lástima por la chica ya sudorosa al volante del utilitario porque no era nadie, con aquella coleta insignificante sujeta con un elástico de color fósforo y una rebeca gris de la que intentaba librarse inútilmente entre un caos de brazos, cinturón de seguridad y palanca de cambio. Estaba de acuerdo que aquel taxista era un cretino. Tenía un aire provinciano: camisa de rallas, desabrochada, bigote insignificante y mal cuidado, unas gafas de vista cansada atadas con un cordón negro sobre una prominente barriga casi despreciable por descuidada. Parecía que se hubiera desarrollado pegado al asiento hasta que la barriga se ajustaba milimétricamente al volante gastado, cuyos únicos movimientos, como si se tratara de un parapléjico sobre su silla de ruedas, consistían en manejar el cambio de marchas, pulsar el botón del taxímetro y, no sin dificultad, girarse para entregar el cambio al cliente exasperado por los extras imprevistos que aparecían súbitamente en grandes números fósforo naranja del taxímetro. A pesar de todo, era probable que el cliente le diera los últimos céntimos de propina, como si temiera que el taxista fuera a contar a todo el mundo que no debía andar muy bien económicamente cuando ni siquiera daba propina a los taxistas. Toni se sentía reconfortado por no tener otra cosa que hacer que cruzar la calle, sentarse en el restaurante y esperar a que el camarero le mostrase la carta. Le tenía sin cuidado lo que pudiera suceder a su alrededor, era la primera vez en toda la mañana que sabía lo que tenía que hacer y que podría hacerlo con cierta autoridad y sin temor a equivocarse. Un trabajo sin alicientes —¿Quiere sentarse aquí, don Antonio? El viejo camarero insistía en llamarle «don Antonio» a pesar de que en varias ocasiones le había tratado de argumentar, lleno de beatífica paciencia, que prefería que le llamara Toni, como hacía casi todo el mundo, porque no se creía ni con la edad ni con la posición como para que fuera tratado de don, y mucho menos por su propio nombre que secretamente detestaba, de ahí su complacencia por el diminutivo Toni, que seguramente conservaría incluso cuando fuera un anciano, como Toni Curtis, o Toni Graciosa, o tantos otros que seguramente detestaban el nombre de Antonio. —Sí, don Antonio... Comprendo don Antonio —pero el viejo camarero había sido educado para tratar de usted a cualquiera a quien estuviera sirviendo, y siguió llamándolo así pese a sus gestos de desagrado y reducir considerablemente la cuantía de sus propinas. —Don Antonio: ¿lenguado? Está muy fresco y ya sabe cómo lo prepara Jacinto. ¿Una ensaladita o gazpacho? Hoy es un día de verano, eh, y estamos en mayo. ¿Está bien aquí o prefiere junto a la ventana? Este verano será calentito. No si lo del calentamiento ese será verdad... Entonces: ¿lenguado? —Espera a que lleguen Juan y Concha. No sé lo que querrán. —Bueno, aquí le dejo un aperitivopara que vaya picando ¿Vino blanco? ¿Le gustan las agujas? Sí, claro... ¿O prefiere unas gambas? —Lo que sea, pon lo que sea —dejó su americana cuidadosamente colocada sobre las hombrerasOlga permanecía fría e indiferente, pero no por la curiosidad que sentía por conocer aquel hombre de mediana edad con aspecto de portero de discoteca, que permanecía también en silencio a la espera de ser presentado, sino por consejo de su esteticién. —¿Y este bombón que te acompaña? ¿Me la vas a presentar o tengo que hacerlo yo? «Bombón» era más de lo que esperaba de un inspector de lozanía y juventud; era una exageración, pero no le desagradó, así es que le regaló una sonrisa que excedía sus precauciones estéticas. —¡Tranquilo, majo, que tú vas conmigo! ¡Y no te pases! Te presento a Olga, la mejor amiga que tengo y, por cierto, que no le gusta el cachondeo, así es que menos guasa. ¿Y este sello de correos que no abre la boca, quién es? —Tita sintió una irresistible tentación de coger la mano del desconocido pero la frialdad acerada de su mirada le hizo sentirse violentamente rechazada, lo que provocó en ella una disimulada mueca de dolor, como si hubiese recibido una inesperada bofetada. Pero no se atrevió a censurar su frialdad porque inesperadamente un escalofrío recorrió su maltrecho cuerpo y sintió deseos de coger a Olga por el brazo y desaparecer lo antes posible de aquel lugar. Pero no se atrevió. —Es Fedor Manieski, ¡o como se diga! Es un amiguete polaco. Nos conocimos en el gimnasio. Bueno, es mi monitor. Tócale los músculos y verás que no te miento. ¡Está hecho un mulo! No habla muy bien español, pero se defiende. Tita prefería hombres simples, hasta groseros, pero sin pretensiones. Carrozas presentables, salidos o graciosos, pero nacionales. Que ella pudiera entender y con los que pudiera sintonizar. Hombres para hablar de cosas triviales, al ser posible obscenas. Charlatanes y alcahuetes. Que la toquetearan por todas partes. Esos le gustaban, pero ¿qué clase de hombre era ese tal Fiedor o como se llamara de mirada fría y cortante, inexpresivo, que le había hecho sentir una anciana y para quien todos sus desvelos y patrañas en su forma de vestir y de maquillarse resultaban tan ridículas? Desde que llegó miraba a Olga de forma casi obsesiva como si le estuviera haciendo una radiografía, y ella, tan inexpresiva como siempre, ni siquiera se había percatado de su peligrosa presencia. Tenían que salir de allí con cualquier excusa porque ese hombre podría ser peligroso. En realidad, para Tita todos los extranjeros eran peligrosos. —¿Cómo está usted? —preguntó de pronto el polaco intentando estrechar la mano de Olga que permanecía sin vida sobre la mesa. ¿Yo? ¡Bien, claro...! —contestó Olga sobresaltada, y no supo que decir más porque no tenía mn deseo de saber, a su vez, cómo estaba él. Es decir, por nada del mundo le contestaría aquella cursilería de: «Yo bien, gracias. ¿Y usted?» —¡Qué formalismos! —interrumpió el amigo de Tita. Ésta se había quedado clavada en la silla y había perdido su grosero encanto de apenas unos instantes. El polaco la había exiliado de aquel lugar y Olga se había quedado sola frente a un inminente peligro. Por fin el polaco dilató el rostro, esbozó una franca sonrisa, sacudió la cabeza y dejó entrever que su comportamiento no era muy natural porque se sentía cohibido. —Perdón, yo no sabe muy mucho español. En mi país se dice «cómo está usted» para conocer otra gente... es costumbre. A Olga le pareció aburridísimo estar con alguien que apenas hablaba español y que se presentaba diciendo: «Cómo está usted», así es que trató de insinuar a Tita que por ella la cita podía darse por concluida y que prefería probarse el horrible vestido de la franquicia excéntrica a seguir allí, con un hombre con modales del siglo pasado, musculoso y, además, ¡extranjero! —Bueno, Tita, hija, me acabo de acordar que tengo que recoger a los niños en el colegio, así es que tengo poco tiempo. —Se volvió hacia el impasible polaco que no había entendido la impertinente excusa de Olga y le dijo con la misma afección que si estuviera hablando con el aparcacoches—. Ha sido un placer, pero me tengo que ir. ¿Vienes o te quedas, Tita? Olga no tenía ni idea de lo que era la educación y los buenos modales porque ya en su estancia en el colegio de monjas de una conservadora ciudad serrana, había tenido tiempo sobrado de despreciar todo lo relacionado con buenos modales. Allí intentaron inculcárselos a golpe de crucifijo y de avemarías como si estuvieran recitando mantras a Hare Krishna. Aquellas severas monjas la habían hecho sentirse como una delincuente, una escoria, carne segura para la mesa de Lucifer, y por si fuera poco, reincidente. Y todo siendo la hija de un millonario, dueño de más de diez concesionarios de Mercedes en localidades próximas a Madrid. Lo que resultaba más humillante si cabía. Por si fuera poco, había tenido que compartir habitación con chicas de color, originarias de países que para ella eran tan impresentables como Guinea, Mauritania o Mozambique. Y todo porque el padre se empeñó en que debía aprobar el bachillerato a cualquier precio para después estudiar económicas. «—Serás economista, te guste o no, porque hoy no se pueden llevar los negocios como cuando vivía Franco. Irás a un internado, y ¡ay de ti como suspendas!» —le había exigido el padre con autoridad fascista. Aprobó, pero como la mayoría de las chicas del internado, a cambio de vetar para siempre cualquier intento de hacerle sentir algún sentimiento piadoso o trascendental, negar cualquier posibilidad de la existencia de Dios, despreciar la virtud, la modestia, la indulgencia o la caridad. Que dejara de fumar o sintiera compasión por nadie que no conociera, incluidos los animales, a los que detestaba. Y, por supuesto, intentar que respondiera con buenos modales a una presentación protocolaria. Por eso reaccionó con tanta agresividad a pesar de que, dado su carácter extremadamente cauteloso, un gesto así podría ser perjudicial para su estética personal. —¡Hija, qué prisa te ha entrado! —aquella sencilla exculpación del enigmático polaco y su amplia y sincera sonrisa que había diluido la dureza de su rostro, devolvieron a Tita al mundo real y, súbitamente, sintió un incompresible amor maternal por aquel hombretón tan amable, a pesar de ser extranjero. Pero Olga ya había tomado la decisión de encaminarse lo antes posible a la tienda y se excusó dejando a los tres sin la posibilidad de despedirse de ella. —¿Qué le ha pasado a tu amiga? —Yo no ofendido, ¿sí? —garraspeó el polaco con cierto sentido de culpabilidad. Tita encendió otro cigarro porque el anterior con el primer sobresalto lo había destrozado a mordiscos. Se sentó relajadamente olvidándose del nivel de la falda sobre sus muslos generosos y respondió: —Esa chica es un poco rara... No sabe lo que quiere... Son cosas de esta jodía ciudad. ¡Hay más locos sueltos que en Leganés! —¿No será que su marido no...? —apostilló sarcástico el nacional, que no sabía otro tema de conversación que el sexo. —¡Hombre claro! Tiene tres hijos y no sabe lo que es echar un buen polvo... yo creo que está neurótica... —¡Otra loca! De buena te has librado, tío... El polaco ponía ahora expresión de adolescente, sentado con expresión desolada apoyándose apenas en la punta de sus enormes zapatos, como si estuviera esperando que alguien le diera permiso para terminar de acomodarse. —Oye, este gigante parece un buen chaval y eso que al principio, con esa mirada que tiene de agente secreto ruso, me ha puesto la piel de gallina. —¿Agente ruso, yo? ¡Ja, ja, ja! —el polaco, una vez liberado de la impertinente Olga, se empezaba a sentir más relajado. —Sí, agente ruso, como esos que salían en las películas de espías en blanco y negro, cuando aún estaba la Unión Soviética. Bueno, chico, me alegro que te enrolles bien. Vamos a brindar por la Unión Soviética. —Vamos, Olga, a ver si te pones al día. ¡Bueno, si tú lo dices, pues por la Unión Soviética! —¡Por la Soviet Union, claro! —dijo el polaco con voz de niño grande. Olga, que se sentía protectora como una madre, le estrecho su enorme mano carnosa, le dirigió una incompresible mirada de complicidad, que lo mismo podía decir que le comprendía, como que le deseaba o, incluso, que le apoya en lo que fuera, y se sintió totalmente relajada ante la prometedora perspectiva de acostarse con un alcahuete nacional y gracioso y un musculoso espía soviético como los de las películas de antes. Los tres caprichosos hijos de Toni Toni pensaba que no tenía sentido poseer un Mercedes deportivo y soportar aquellos rutinarios atascos a las salidas de Madrid en dirección a Las Rozas. Era un automóvil hecho para rodar libre y desbravado mostrando su agresivo porte por una amplia y bien asfaltada autopista, con espacio suficiente para poner a prueba todos sus sofisticados mecanismos. Lo normal era sentir el rugido de su poderoso motor al rebasar el resto de los coches de los mortales con la autoridad de un diplomático en un servicio especial. Pero un coche que costaba veinte millones no podía quedar ridículamente atascado. Por si fuera poco, al ser descapotable, tenía que soportar, no sólo las codiciosas miradas de los infelices propietarios de utilitarios sino la pesadez de un aire contaminado, un sol abrasador, incluso en el mes de mayo, y el ruido ensordecedor de decenas de vehículos acelerando con histeria, a pesar de que en el atasco a duras penas se movían, lo que unido a los persistentes pitidos del guardia de la circulación, desaconsejaban definitivamente utilizar un coche de esa categoría para circular por Madrid. Eso era, al menos, la reflexión en que entretenía su fastidio mientras se abría paso penosamente hasta el último semáforo que le pusiera, de una vez por todas, sobre la liberadora autopista, en dirección al colegio de sus tres hijos. Cuando por fin rebasó en último semáforo urbano, el automóvil parecía sentir que la sangre quemaba sus cilindros, como si fuera un caballo de pura sangre con el freno demasiado apretado, y casi de un salto, rebasó a todos los demás vehículos dejando una espesa humareda consecuencia de una aceleración extraordinaria de las que suelen citar en las pruebas de estos costosos vehículos deportivos. Ahora Toni sentía que todo volvía a tener sentido: el coche rebasaba los 180 kilómetros por hora, el viento golpeaba sus sienes, había desaparecido la sensación de agobio y sudor frío del atasco, le subía la adrenalina y presionaba con autoridad exigiendo paso libre por el carril de la izquierda, haciendo uso intensivo de ráfagas de luz impertinentes. Los tres pequeños esperaban sentados sobre el césped de las amplias avenidas del campus del colegio. El mayor, Chema, de once años, jugaba con el videojuego de un teléfono móvil sin poner demasiada atención porque nunca había conseguido pasar del primer nivel; el mediano, Toni, como su padre y de nueve años, asombrosamente parecido a él, miraba por encima del hombro de su hermano mayor la evolución del torpe muñeco digital corriendo por pasillos, dando saltos, lanzando patadas y puñetazos sin enemigos que los justificaran; y el pequeño, Quico, diminutivo de Francisco en honor a su abuelo, y que acababa de cumplir los cinco años, chismorreaba con un compañero sobre pequeñas vanidades de niños ricos: —Mi papá tiene un Mercedes descapotable que corre a más de doscientos por hora. —Vale, pero mi abuelito tiene otro que corre más. —¿Más? ¿Cuánto? —Más de doscientos... —El Mercedes corre más que todos. —¿Más que todos? —¡Sí, más que todos! El compañero ofendido, incapaz de comprender por qué los Mercedes descapotables tenían que correr más que todos, se sintió sin argumentos, y con la expresión feroz de un niño humillado, golpeó con su mochila el hombro de Quico. Éste se sobresaltó por la inesperada agresión, se balanceó torpemente hasta caer sobre la hierba, pero tardó en reaccionar. Llorar sería una clara humillación, defenderse no era realista teniendo en cuenta el carácter violento de aquel niño tan poco comunicativo. Sólo le quedaba una opción: reafirmarse en la idea de que los Mercedes son los que más corren y buscar inmediatamente la protección de sus dos hermanos mayores. —Sí, para que lo sepas: los Mercedes son lo que más corren. —y se acurrucó con rapidez felina entre ambos hermanos. Pero el hermano mayor lo apartó de un empujón porque le había hecho cometer un error y el muñeco se había volatilizado, convertido en un amasijo de puntos que poco a poco se fueron esfumando de la pantalla, con el consiguiente acompañamiento musical propio de la desintegración de todos los muñecos de videojuegos. Por fortuna para Quico, el Mercedes de la discordia apareció por la entrada principal del campus y de un salto estuvo a punto de arrojarse bajo las ruedas. Toni frenó en seco cuando el pequeño estaba prácticamente sobre el capó. —¡Quico, hijo! ¿Es que no estás bien de la cabeza? —¡Papi, papi!: ¿verdad que los Mercedes son los que más corren? Toni respondió convencido de que la pregunta tendría algún sentido para su hijo, y, además, no tenía ninguna duda sobre la respuesta: —¡Sí, hijo, sí! El niño, ya en los brazos de su padre, que tenía la angustiosa sensación de haberle salvado de un atropello seguro, se volvió hacia su agresor y le sacó descaradamente la lengua. —¡Ale, ale! ¡Chincha y rabia! El niño agresor dudaba entre devolverle aquel gesto impertinente o congraciarse con él para poder contemplar más de cerca aquel coche espectacular. Finalmente optó por humillarse y no perderse aquella oportunidad única de contemplar de cerca un Mercedes descapotable, además de color rojo, y que según el pequeño impertinente, era el que más corría de todos. Los tres niños subieron al flamante coche, inapropiado para un lugar tan domesticado como el campus de un colegio infantil, disputándose el asiento delantero que terminó por conseguir el mayor, no sin ganárselo con cierta violencia y gracias a su innegable superioridad física y su tendencia a un cainismo bíblico. Toni arrancó con una nueva mentalidad, la de un padre de familia, y pisó suavemente el acelerador, pero aún así no pudo evitar que la máquina se rebelara y arrojara a los niños contra los respaldos del asiento. —Poneos el cinturón y estaos quietos. Toni, ten cuidado de tu hermano, que no saque los brazos fuera del coche. Era como la azafata que advierte a los pasajeros sobre las medidas de emergencia en caso de accidente, pero Toni tan sólo se molestó en controlar parte del reducido asiento trasero a través del retrovisor. Si el pequeño Quico se hubiera puesto de pie y arrojado a la calle ni siquiera lo habría visto. —¡Jo, tío, los videojuegos de este móvil son una porquería! —se quejó el mayor que había vuelto a empezar una nueva partida. —¿No será que tú no los entiendes? —insinuó Toni sin pensar nada en particular. Los niños tenían la virtud de provocarle una cierta parálisis mental: ni los entendía ni se esforzaba por entenderlos, pero eran sus hijos. Por eso estaba obligado a seguirles la conversación. Para él un teléfono móvil era sólo un teléfono y carecía de sentido incorporarle un videojuego. A través del teléfono se hacían cosas importantes y eso ya justificaba su utilidad, ¿por qué añadirle frivolidades como videojuegos o videocámaras? Sus hijos estaban creciendo en un mundo que él ya no entendía, pero no había ninguna razón para contradecirles: ése era después de todo el mundo de ellos y eran ellos los que debían juzgar si era apropiado o no que los teléfonos móviles tuvieran videojuegos. —¡Papi, tengo sed! —se quejó Quico empujando con violencia el respaldo de su asiento. —¿No puedes esperar? ¡Ya estamos llegando a casa! —¡Pero papi, es que tengo sed! —insistió con la seguridad de quien utiliza un método infalible para conseguir todo aquello que desea. —¡Si, ya te he oído, pero tendrás que esperar! —¡No, no puedo esperar porque tengo sed! —repitió siguiendo la lógica del método y arrojándose enfurruñado contra el respaldo del asiento. —¡Para o nos dará el viaje! —sugirió Chema que sabía perfectamente en que consistía la estratagema y que, además, se había aburrido del videojuego del móvil y ahora intentaba manejar la videocámara. —¡Vaya con el niño de las narices! —Toni se volvió hacia Quico y le reprendió con furia incontrolada. Quico no se asustó, pero le pareció una extraordinaria oportunidad para romper a llorar de la forma más ruidosa e histérica posible, porque eso era también parte del método, prácticamente el final. —¡Para, coño, que no quiero oír sus berridos! —dijo malhumorado el mayor, olvidándose definitivamente del teléfono móvil de última generación. —Oye, ¿puedes hablar un poco mejor? ¿Qué manera es esa de hablar de tu hermano? ¿Es esa la educación que os enseñan en el colegio? ¡Vaya con el niño, y no levanta un palmo del suelo! Mi padre me hubiera roto los morros si hubiera hablado así delante de él, y tal vez lo mejor sería que yo hiciera lo mismo. Chema no escuchaba. Su padre era como el ujier de su escuela: siempre gritaba y les regañaba pero no estaba autorizado para castigarles. Sentía terror por el abuelo y trataba de evitar los ataques de histeria de su madre, pero a su padre no valía la pena ni escucharle. El pequeño seguía gimoteando y Toni buscó el primer lugar donde pudieran venderle un refresco. Cuando lo encontró, los niños ni siquiera se molestaron en salir del coche. Esperaron relajados a que el padre se los trajera. —Quiero una Coca Cola —exigió Quico. —Yo también quiero una, papi —se apunto Toni. —¡Vale! ¿Alguien quiere algo más? Chema no contestó. Seguía despreciando al padre y se sentía condescendiente con él. No quería causarle más molestias de las que les habían causado los pequeños. A pesar de que apenas se llevaba dos años con Toni y tres con el pequeño Quico, Chema se sentía infinitamente mayor que los dos, porque, incluso, él tenía móvil y sus hermanos todavía no. Eso era suficiente para sentirse casi mayor de edad, desde luego hacía tiempo que él mismo había desterrado el método de la rabieta, ahora simplemente pedía las cosas que deseaba imitando en lo posible el tono autoritario y exigente de su temido abuelo y, por lo general, se las concedían. a name="cap4"> Las dudas homosexuales de Olga Olga caminaba poseída de un impulso irracional y convulsivo. Una vez más había tomado una decisión sin apenas meditarla. El vestido seguía sin gustarle y era obvio que nunca se lo pondría, pero se dirigía directamente hacia la tienda, y una vez allí nada podría impedir que lo comprara. A veces sentía no haber sido una persona normal, que tuviera que tener más cuidado con el dinero, lo que en casos como éste frenarían su alocada carrera hacia un nuevo disparate. En su cabeza bullían sin la mínima armonía y organización ideas e imágenes totalmente desconexas: la expresión ceremoniosa y ajena a su cultura del polaco se mezclaba con la forma incompresible del vestido que estaba decidida a comprar; la grosera minifalda verde pradera de Tita Suárez se mezclaba con la insistencia del aparcacoches interesándose por sus asuntos personales; la expresión malévola y cínica del amigo de Tita llamándola «bombón» se repetía una y otra vez en su destartalada conciencia al mismo tiempo que se negaba casi con violencia a contestar el ceremonioso saludo de aquel extranjero remilgado y musculoso. De vez en cuando su cerebro quedaba en el más absoluto de los silencios, como si formara parte de una estrategia recomendada por su esteticiene, y aprovechaba para poner cierto orden en sus ideas que se amontonaban sin que fuera capaz de relacionarlas y hallarles una explicación más o menos lógica. «Bueno, ¿y qué?, ¿qué me he perdido? —se decía a sí misma aprovechando esos momentos de relativa lucidez mental—. ¡Hombres hay por todas partes y bastante mejores y más normales que ese musculitos de dónde sea! ¡Sólo me faltaba eso: salir con un tío raro que ni entiende español! ¡A ver cómo nos comunicamos; cómo se entera de lo que quiero, o cómo le hago ver lo que no quiero! Sólo de pensarlo me dan escalofríos. ¡Ni que fuéramos animales!» Y volvía a su situación habitual de confusión desorganizada guiada únicamente por la perspectiva de comprar un nuevo vestido que no le gustaba, aun cuando también podría ser un frasco de perfume, unos zapatos o alguna nueva pieza de ropa interior. «¿Por qué no puede haber hombres normales, con los que se pueda salir y tomar una copa sin tener que aprender sueco o hablar con señas?» —insistía aprovechando el siguiente lapsus mental. Pero Olga tenía vedado a sí misma introducirse en reflexiones que de antemano sabía que no conducían a nada: esa reflexión era sobre todo y fundamentalmente acerca de los hombres. ¿Cómo era su hombre ideal? Si acudía a las disparatadas citas preparadas por Tita debía ser porque, a pesar de tenerlo prohibido, esperaba que en la práctica, tarde o temprano, encontraría al hombre al que supuestamente aspiraba toda mujer. Pero no había ninguna posibilidad de hacerse una idea preconcebida de la persona que tendría la extraordinaria virtud de poner en orden sus sentimientos, satisfacer sus desordenados deseos sexuales y, sobre todo, tener la convicción de que habría encontrado por fin el hombre preparado exclusivamente para ella por el mismo destino. Tenía la esperanza de que, en última instancia, podría sobornarlo. Pero por el momento decidió comportarse como una persona normal. El problema era que se sentía acorralada por hombres que impedían que su destino se pudiera realizar: odiaba a los hombres autoritarios, seguros de sí mismos, ricos y bien situados, porque le recordaban a su padre; odiaba con tanta o más intensidad a los hombres tímidos, manejables y resignados, porque le recordaban a su marido, a quien culpaba de su permanente insatisfacción. Lo peor era que por mucho que se esforzaba no podía imaginar que podría haber entre los dos. Y esa era, sin duda, la razón por la que acudía a todas las citas sin hacerse una idea previa: deseaba que, por fin, algún hombre la sorprendiera, lo que sería interpretado como una señal inequívoca del destino. ¡Pero nunca sucedía y empezaba a pensar que entre los dos tipos de hombres no había nada más y tendría que terminar por aceptar que tal vez, le gustara o no, Toni era lo más parecido al hombre que con tanta obstinación le estaba burlando el destino. En medio de toda esa confusión, una sospechosa certidumbre se abría paso lentamente hasta convertirse en una punzante angustia casi física: la certidumbre era que lo que estaba buscando en aquellas decepcionantes citas no era ni siquiera un hombre sino otra persona ajena a la grosería y brutalidad propia de los hombres y estaba empezando a sospechar que tal vez estaba buscando alguien parecido a sí misma: ¿Otra mujer? ¡Tal vez! Alguien con sus mismas angustias, debilidades, deseos de afecto, de sexualidad relajada basada más en las caricias que en la penetración, más en los besos sensuales que en los arrebatados propios de la pasión masculina. Empezaba a sospechar que ningún hombre podía satisfacerla y que, sin apenas ser consciente de ello, se estaba inclinando peligrosamente hacia una posible homosexualidad que inconscientemente despreciaba. ¿Cómo iba a explicar a sus hijos que ella, a pesar de ser madre, sentía una irresistible pasión homosexual hacia otras mujeres? Si Toni lo llegara a sospechar, ¿qué sería de la poca virilidad que todavía le quedaba, que se resumía a eventuales copulaciones provocadas por estímulos casi siempre inesperados y que no pasaban de un coito convencional, poco apasionado, sin experimentar nuevas posiciones ni descubrir nuevas caricias, y que culminaba en un orgasmo precipitado como suele ocurrir entre matrimonios mal avenidos? ¿No se haría lesbiana sin ser plenamente consciente de ello durante su internado en el colegio de monjas? ¿No había sido allí durante aquellos ingenuos juegos de dormitorio, con la complicidad de todas las chicas contra los rígidos e inútiles convencionalismos morales que las monjas intentaban inculcarles, cuando algunas caricias involuntarias llenas de inconsciente voluptuosidad las recordaba ahora como las experiencias sexuales más gratas de toda sus existencia? ¿No había estado negándose a sí misma que sintió más de un orgasmo durante aquellos vergonzosas juegos eróticos? Después de tantos años de luchar inútilmente por desterrar de su memoria aquellas inequívocamente placenteras experiencias, sentía que poco a poco, decepción tras decepción, exigían cierto reconocimiento y que fueran considerados como algo que sucedió realmente y de lo que no sólo no debía de arrepentirse sino considerar seriamente si no sería la clave de su insatisfacción permanente con los hombres. Porque, al final, ¿qué podía haber de placentero en intentar que un hombre no se precipitara, soportando casi con dolor el coito, para no tener ni la mínima posibilidad de sentir todo el deseo de afecto y placer que estaba segura había quedado permanentemente frustrado en ella? ¿Qué hacer cuando tras el precipitado orgasmo, los hombres se embrutecen y son incapaces de prodigar ni una nueva caricia que no sea para calmar su deseo insatisfecho hasta disolverlo en una nueva frustración? Casi sin darse cuenta se dio de bruces con el desconcertante vestido que tendría la virtud de sacarla una vez más de sus frecuentes depresiones, y que eran, sin lugar a dudas, las responsables de que sus armarios estuvieran llenos de prendas de vestir disparatadas, zapatos extremados o prendas interiores inadecuadas para la escasa pasión erótica de su marido, y que probablemente sospechaba con un pudoroso terror que elegía para ser exhibidas ante otra mujer. Compró el vestido casi sin probárselo, añadió algún complemento aconsejado por la vendedora, exigió que le trajeran el coche con la mayor urgencia posible y salió al paseo de la Castellana dispuesta a concentrarse en el tráfico y la manera de librarse de los atascos. Deseaba llegar cuanto antes a su casa, ver a sus hijos, asegurarse de que habían merendado y meterse en el jacuzzi, del que no saldría en toda la tarde. Normalmente, siempre hacía eso cuando sufría una de aquellas histéricas y súbitas angustias. Una familia poco gratificante Toni condujo a sus tres hijos por el interior del jardín de la zona residencial como si fuera un domador intentando controlar una manada de leones. Cargaba con las tres mochilas del colegio, además de la americana y la corbata que ya no soportaba. Consiguió que se introdujeran por el zaguán de la vivienda sin golpearse en las esquinas, pero no pudo evitar que se apoyaran literalmente sobre el timbre de la puerta, haciéndolo sonar hasta que una muchacha de aspecto centroamericano, con expresión pálida y dolorida, vestida con un pulcro delantal blanco, abriera la puerta. Los niños estuvieron a punto de derribarla, y tras una súbita e incontrolada batalla, se acomodaron en un gran sofá que prácticamente los ocultaba, frente a un gigantesco televisor. —Menchu, ¿dónde está el mando a distancia? ¿Anda, date prisa y búscalo que nos vamos a perder los dibujos? —exigió el mayor a la sirvienta con aspecto enfermizo, quien, a pesar de todo, se movió con diligencia, levantando almohadones, revistas de automóviles, de modas o de cotilleos, hasta que dio con el mando a distancia. —Aquí lo tiene, señorito —le dijo servilmente pero con cierto cansancio—. ¿Qué les pongo de merienda? —¡Lo que sea! —cortó secamente el mayor. —Yo no quiero merendar, pero tengo sed, tráeme una Coca Cola —le pidió el menor arrellanándose cómodamente en el sofá. —El señorito tiene que merendar o su mamá se enfadará ¿Quiere crema de cacahuete? —insistió la criada tratando de aguantarse lo más erguida posible haciendo una especie de palanca con su brazo sujeto contra la cadera. —No quiero merendar, no tengo hambre, ¿vale? —gritó cruzando los brazos y frunciendo el ceño. —Déjanos tranquilos, Menchu, y trae lo que te venga en gana —dijo el mayor con la autoridad aprendida de su abuelo. La criada se encogió de hombros y salió prácticamente cojeando del salón, al tiempo que un enorme gato azul de aspecto galáctico, con un ventilador en la cabeza, aparecía en la gran pantalla del televisor, volando por un cielo estrellado, psicodélico e irreal. El pequeño Quico aplaudió y se olvidó del gesto huraño necesario para, una vez más, hacer que los demás le dejaran en paz. No sabía cómo lo había aprendido, pero siempre funcionaba, así es que lo repetía una y otra vez. La pobre Menchu tenía los ovarios a punto de reventar porque era incapaz de desatender las labores de la casa a pesar de padecer aquellas dolorosas menstruaciones. No se había sentido así hasta su llegada a España y no sabía cuál podría ser la razón. No podía ser por causa del exceso de trabajo porque estaba acostumbrada, y, después de todo, el trabajo en la casa de la familia Serrano, a pesar de aquellos tres niños tan exigentes, no podía compararse al que había tenido que hacer en su propio país. ¿Entonces, por qué ahora tenía que padecer aquellas dolorosas reglas? Le habían dicho que tal vez eran cosas del país, del agua o de las comidas, pero ella estaba segura de que la única razón era la nostalgia de su madre, sus hermanos y hasta de los animales del modesto bohío que habitaba la familia ausente, donde, a pesar de todo, soñaba con poder regresar. Toni repasó el correo del día: varias facturas, una invitación para una exposición en una galería de la calle Goya para Olga y dos o tres sobres abiertos con contenido comercial. Los volvió a dejar sobre la misma bandeja y consultó mecánicamente el reloj. Era muy tarde para volver al trabajo y muy temprano para quedarse en casa. —¿Sabes si ha estado por aquí mi hermana? —preguntó a la criada mientras se ponía ceremoniosamente la chaqueta, aun cuando todavía no había decidido dónde ir. —No lo sé, señor, tal vez estuvo aquí mientras yo fui al mercado —la criada seguía esforzándose por dar a su voz un cierto aire de normalidad, pero de vez en cuando le traicionaba algún mal disimulado gesto de dolor. —¿No te encuentras bien, Menchu? La criada se sobresaltó al ver que su señor la había descubierto, a pesar de que estaba convencida de que su aspecto era el de una mujer sana y normal. —¡No es nada, señor, son cosas de mujeres. Mañana estaré como nueva! No se preocupe el señor. Voy a llevar la merienda a esos tres diablillos. Toni dejó marchar a la criada terminándose de abrochar la americana porque no se hacía una idea ni siquiera aproximada de en qué parte del cuerpo se producirían los dolores de esa casi bíblica dolencia propia de mujeres, rutinaria y periódica, por lo que no había que darle más importancia que a un pasajero dolor de cabeza. Pero le repugnaba que la pobre mujer fuera tan específica acerca de ella. Ni siquiera soportaba la contemplación de las compresas nuevas. Si por accidente contemplaba alguna usada sentía tal repugnancia que incluso le provocaba vómitos. Salió a la calle con la sensación de que le habían echado de su propia casa. ¿Cómo soportar los peleas de los niños a una hora en que tenían irresistibles ganas de pelear o las explicaciones de la criada sobre sus problemas de salud propios de su género, que resultaban más expresivos cuanto más trataba de disimularlos y, sobre todo, en una mujer tan primitiva, tan elemental, que tenía la rara cualidad de contar las cosas tal y como eran por crudas y desagradables que fueran? Las menstruaciones de su mujer nunca habían sido un problema para él: las llevaba con discreción e higiene. Se medicaba correctamente y en el momento oportuno. Pero esa mujer dejaría que la naturaleza hiciera sus estragos sin tomar ni la mínima precaución. «¡Que distintas son las dos culturas —pensó Toni—, la de mi mujer y la de esta criada!». Según él, eso explicaba por si solo que una tuviera la posición que tenía y que la otra estuviera irremediablemente condenada a servirla. No era por tanto una cuestión económica sin más sino, sobre todo, algo que tenía más que ver con la educación. Reconfortado tras justificarse por haber dejado al cuidado de sus hijos a una criada sufriendo los dolores de la menstruación, se enfrentó a un nuevo dilema: ¿qué hacer hasta la hora de cenar? La tarde era excesivamente calurosa para aquellas fechas, los cafés de la gran avenida empezaban a desparramar sus sillas y mesas de resina rotuladas con publicidad de marcas de refrescos y cervezas sobre las amplias aceras de la flamante nueva avenida, cercando las improvisadas terrazas con setos artificiales y algún abeto natural con varias ramas secas porque no recibía los cuidados oportunos, relegados a meros pilones fronterizos entre la propiedad pública y las rentables terrazas de los cafés. Algunas estaban empezando a cubrirse con toldos rayados retráctiles para protegerse del sol o de los inesperados chaparrones propios de la primavera. Las tiendas derrochaban iluminación artificial en sus escaparates a plena luz del día, y algunas, las más elegantes y especiales, rivalizaban con las terrazas colocando grandes toldos rotulados con sus nombres en letra caligráfica inglesa, protegidos por jóvenes abetos y parterres con petunias de temporada en plena floración. Era una de las nuevas avenidas elegantes de un barrio residencial próximo a Madrid. Un lugar para terminar de pasar la tarde después de los trabajos mejor pagados de la ciudad que, por lo general, terminaban su jornada no más tarde de las seis. Por tanto, el comercio y los lugares de ocio estaban pensados para completar un tiempo muerto que monopolizaban los gimnasios con grandes vidrieras hacia la amplia avenida, donde ejecutivos y secretarias contemporizaban subidos a unas bicicletas mecánicas cargadas de mecanismos de control de esfuerzo, o unos andadores con una polea de caucho sinfín donde los pasos acelerados de los clientes no llevaban a ninguna parte. Compró las últimas revistas ilustradas de automóviles y se sentó en una de las soleadas terrazas de un café. No había pasado del primer modelo, y bebido el primer trago de una cerveza sin alcohol, cuando le interrumpió el saludo de uno de sus vecinos: —Hola Toni, ¿no es un poco temprano para que estés por aquí? —el amigo, en ropa deportiva y con el cabello todavía mojado probablemente de la ducha del gimnasio, se sentó en su mesa y pidió un agua mineral. —Sí, he tenido que recoger los niños... —Ah, sí, me parece haber visto a Olga en el ABC de Serrano al salir del banco. —¿En el ABC de Serrano? La pregunta iba acompañada de una súbita sensación de que él estaba allí por algo que su mujer le había tratado de ocultar. Pero en el ABC de Serrano se podían hacer mil cosas perfectamente habituales en ella. Puede, incluso, que hubiera estado visitando alguna de las galerías de arte de sus muchas amigas situadas en los alrededores. No es que fuera una apasionada del arte, no había sabido elegir los cuadros del comedor, pero era una de esas personas obligadas en cualquier inauguración, incluso ponía dinero en muchas de ellas, cuyos cuadros de dudosa calidad terminaban colgados o amontonados en su casa del pueblo, o en el piso de Marbella. El amigo se sobresaltó. Ver a Olga en el ABC de Serrano era un suceso sin importancia en una circunstancia normal, es decir, de tiendas, pero de pronto recordó la escena y por qué no se atrevió a saludarla: la compañía de dos hombres bien trajeados y una mujer de aspecto poco respetable. Así es que presintió que aquel no era un encuentro banal sino que tal vez encerraba alguna perversidad que, por precaución, debía ocultar. —Sí, bueno, me he encontrado con ella otras veces. Ya sabes que Olga va mucho por allí. Iría de compras, ¿no? —Pero ella me había dicho... —murmuró Toni para sí al comprender que se estaba poniendo en evidencia—. ¡Claro, como siempre! Se le mete en la cabeza que tiene que comprar algo hoy y se lo compra, aunque arda Troya. ¡Todas son iguales! —contestó con un gesto de marido maltratado por una mujer derrochadora. —¡Qué calor! —exclamó el vecino convencido de que Toni no estaba al corriente de los movimientos de su mujer—. ¡Vamos a tener otro verano de agarrarse! Toni dudaba entre valorar las previsiones meteorológicas a largo plazo o, de forma más o menos disimulada, recabar más información sobre la inesperada aparición de su mujer en una cafetería de Serrano cuando, según ella, debería de estar visitando sus padres en Las Rozas. Tal vez habría ido a Las Rozas y, posteriormente, regresado a Madrid por alguna razón que el desconocía y tampoco tenía por qué saber. ¿Y si llamara a sus suegros? ¿Y si simplemente le preguntaba a ella misma por qué en lugar de ir a Las Rozas había ido a Madrid? Pero preguntarle al suegro era imposible y a ella una pérdida de tiempo. —¿Estaba sola? —preguntó de pronto sin tomar la mínima precaución ni disimulo. El amigo se sobresaltó por lo directo de la pregunta, pero al mismo tiempo sintió un responsable sentimiento de solidaridad de género, porque, además, sabía perfectamente que Olga le era casi públicamente infiel y le dolía porque consideraba a Toni «un buen chico» que no merecía ese trato. Tal vez pensó que el mismo Toni sospechaba de la infidelidad de su mujer y estaba esperando la ayuda de un buen amigo que le suministrara la información definitiva para poner las cosas en su lugar. Nadie mejor que él mismo, divorciado y al borde de la ruina por culpa de su ex mujer, para echarle una mano y descubrir las infidelidades de Olga. —No, me parece que estaba acompañada de una amiga; una amiga un poco..., no se cómo decirte..., ¡extremada! —¿Cómo que te parece? ¿No has hablado con ella? —La verdad es que no, iba de paso, al aparcamiento, y al verla acompañada... no he querido molestarla. —¿Qué quieres decir con eso de «extremada»? —Bueno, con pinta de fulana, si quieres que te diga la verdad... Y, además, les acompañaban dos hombres... Toni esperaba algo así a juzgar por la forma tan embarazosa de ir administrando aquella información que, en circunstancias normales, se dice de un tirón. —¿Conocidos? —Yo al menos nos los conocía, no son del barrio... —Oye tío, no estarás insinuando que... —¡Eh, Toni, yo no insinúo nada! Te digo lo que he visto, eso es todo. No me hagas caso, sólo te digo que la he visto con una amiga un poco... un poco rara, y con dos hombres bastante bien trajeados... Qué hacían o de qué hablaban por supuesto que no tengo ni idea ni tienes por qué tomártelo por lo malo... A lo mejor eran familiares, o artistas de alguna galería. —Bueno, déjalo. Ella es libre de ir con quien le de la gana. ¿Cómo va el Madrid? —preguntó de pronto porque era la única cosa que le vino a la mente y que podría sacarle de aquella peligrosa conversación. —Por las nubes, tío. ¡Este año lo ganamos todo! —¡Con lo que nos ha costado, sólo faltaba que fallásemos! —dijo, como si hubiera desembolsado de su propio bolsillo los miles de millones de los últimos fichajes que ya calificaban de «galácticos». La conversación continuó en el mismo tono y con la misma estudiada indiferencia, pero ni un solo instante Toni dejó de pensar que esa noche no podría evitar tener una seria y puede que agria discusión con su mujer. Fin de la muestra. 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